Ella caminaba por el pasillo de la Catedral de San Patricio en Nueva York, era un día oscuro y todo se veía en blanco y negro.
En el atrio estaba el ataúd, lo veía, ahí, en un sueño eterno. Sabía que era conocido, quizá era alguien famoso, porque había muchas personas, incluso se veían fotógrafos, periodistas. Se oían murmullos, también sollozos.
Todos comentaban lo increíble que era que él hubiese muerto. Él se parecía tanto al amor de infancia, y sin embargo, muchos desconocidos, y entre dolor y llanto ella a todos los veía en blanco y negro. Los santos, los vitrales, las bancas, la alfombra.
El ataúd era negro, él estaba vestido con un smoking, una corbata de moño. Sí, se veía tan guapo.
Cerraban el ataúd y lo llevaron al altar; al mismo tiempo, y sintiendo una enorme tristeza, se sentó a ver fotografías de ella y él.
Empezaba el servicio fúnebre, ella oraba, lloraba, lo extrañaba. Caminó
al altar y ahí le entregaron un par de anillos de plata. Ella distinguía los nombres grabados, pero el de él no lo podìa ver, estaba borroso.
Recordaba cosas, pero no todo.
Abrúptamente terminaba el servicio. Todos se iban y ella no podía caminar más rápido, y se quedaba sola. Sola en esa inmensa Iglesia, hermosa, pero en ese momento, la más triste del mundo. Salía de ahí y miraba al cielo, buscando a alguien que la llevara al panteón, a darle a él, el último adiós.
No tenía como regresar a casa, ni podía ir al panteón.
Volteaba a ver la Iglesia, se veía enorme y de pronto se asomaba la
luna. Todo estaba en blanco y negro. Notaba que su piel, sus ojos, todo, nada tenía color.
Encontraba a un amigo, con dos desconocidos, y la llevaba a la casa, donde vivió
cuando era chica, los colores regresaban, y el miedo crecía.
La dejaban en la puerta de su casa, veía los anillos...
Y llorando desperté.
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