jueves, 16 de septiembre de 2010

Las lágrimas de una libélula


“En la noche del 26 de agosto, junto al río de la ciudad, cubierta con pétalos de tulipanes rojos y lágrimas de cristal, se encontró el cuerpo sin vida de una mujer y una libélula dorada”

Hace tiempo conocí a Debbie, una chica sonriente, cariñosa, trabajadora, responsable, inteligente, culta, tenía muchas aficiones, amaba a su hijo por sobre todas las cosas y cocinaba deliciosamente.

Para el tiempo en el que Debbie y yo nos hicimos amigas, ella estaba pasando por una etapa muy difícil. Recuerdo que me platicó que estaba yendo a terapias y a un curso de tanatología, pues después de la infidelidad de su marido, le era muy difícil saber en qué, dónde y por qué se había equivocado, necesitaba saber por qué había fallado, así, tan estrepitosamente.

Su mirada era muy triste, y cuando platicaba con tal desconsolación cómo se sentía, uno podía ver en sus ojos cómo una figurilla de cristal se hacía añicos. No sólo se había roto el plan de vida que tenía, sino, como mujer estaba devastada, le daba vuelta y vuelta la idea de que como amiga, amante, mujer, pareja, persona y todo lo que uno es en una pareja, ella había sido lo peor.

Pasó el tiempo, y logró comprender que, tuvo errores, pero no todos eran imputables a ella, y que en esa vida con ese hombre, jamás iba a ser feliz, pues nadie lo es viviendo con un alcohólico. Un día muy convencida, Debbie me dijo que ya había superado todo y que estaba dispuesta a darle una oportunidad al amor. Así pues, sentía que muy pronto llegaría ese ser humano tan especial como ella, para hacer una vida juntos, como ella le llamaba, el hombre para su vida.

Ayer que le llamé a Mónica, una amiga en común, para avisarle que llegaba a la Ciudad, me enteré que Debbie había muerto.

Hoy Mónica me entregó la carta que Debbie escribió un día antes de morir

Esta relación fue igual a todas las relaciones de mi vida. Ausente, fugaz, inestable, sin soporte, basada en ausencias, desengaños, expectativas frustradas y esa sensación de no ser lo suficientemente buena, ni digna, ni merecedora de una relación estable, constante, madura, en donde si no me dan felicidad, tampoco me roben la que yo tengo. Ya lo he dicho, lo he aprendido, no puedo hacer feliz a nadie, es una responsabilidad enorme y no puedo vaciarme para darle lo mejor de mí a nadie.

Pero como ya es costumbre, tengo por manía o por imán, atraer hombres que no quieren estar conmigo. Y no sé cómo cambiar esa parte. Una mujer no debe de estar con un hombre que la haga sentir tan mal. Y no hablo del maltrato físico, el psicológico es el que puede hacer más daño, son las heridas que nunca cicatrizan, las preguntas que nunca tienen respuesta. A la violencia física puedes hacer algo, defenderte legalmente. Las marcas del alma, pueden hacer que desees matar a quién no te deja ver claro quién es la persona que está en el espejo.

Cómo hoy, que me encuentro perdida, tratando de pensar en el juego en el que quiso que yo me perdiera, un juego que no logro comprender. Un juego en el que cada movimiento que hacía, marcaba distancia, me hacía sentir que me tenía asco, desprecio, y sólo eran dos semanas de estar juntos. ¿Qué quería? ¿Qué pretendía? ¿Qué buscaba? ¿Para qué lo hizo? Cuando me pongo a pensar en qué fallé, y no logro encontrar respuestas a tantas preguntas, pierdo mi capacidad de creer en mí, en que pueda ser atractiva, de ser inteligente. No le encuentro lógica a lo que me dicen, de tener buena plática, de… todas las razones por las que conocidos me dicen que alguien daría lo que fuera por tenerme como pareja, y no la tengo.

Me tortura pensar qué puede pasar para que en la segunda cita, cuando tenía el plan de invitarlo al cine, me saliera que rápido, para que viéramos a su amiga, cuando yo había terminado con todos mis pendientes para dedicarle todo mi tiempo a él, e invitarlo al cine. Quizá tenía poco dinero, pero quería compartirlo con él. Cómo siempre pasa, me callé y dije que no traía dinero.

Y en la tercera vez y última que salimos fuimos a un tour en el Centro Histórico, pero no me abrazaba, se alejó, casi sin dirigirme la palabra y yo sólo veía cómo parejas junto a nosotros, pasaban abrazados, besándose, ese día faltaban tres días para mi cumpleaños, sin saber si nos íbamos a ver, tuve la genial idea de pagar una habitación, decorarla con velas, incienso, llevé unas copas, vino tinto… yo quería decirle lo que había hecho, y cuando nos quedamos solos, cuando le iba a decir que tenía una sorpresa, se despide de mi y me dice “cuando llegues a tu casa me avisas”. Sólo recuerdo que le dije “Tú no quieres estar conmigo” y se me quebraba la voz, me dijo, tengo que conseguir un libro, no pensé que nos tardáramos. Y me dijo vete… dí media vuelta y me solté llorando, no podía ni caminar, no podía creer que mientras yo daba lo mejor, él me daba lo que le sobraba. Me metí al Sagrario Metropolitano, lloré y lloré. Cuando pude calmarme, fui por mis cosas y regresé a mi casa.

Después el día que tuve una entrevista espantosa de trabajo, y la confirmación de que mi padre, el apoyo más grande de mi vida, tiene cáncer; en lugar de apoyarme, de sentir que de verdad contaba con él, me trató, creo yo, peor que se trata a alguien que odias. Y sus palabras no se me van a olvidar nunca: “Ningún novio va a aguantarte con tantos problemas”. Y recordé cuando me dijo el día que vino a pedirme que fuéramos novios, tan dulce, comprensivo… que ya no estaba sola; y nunca sentí más distancia entre lo que alguien dice y hace, como ese día. No sólo estaba sola, me había hecho sentir invisible. Que su “amor” no daba para comprenderme, para estar conmigo en un día tan difícil y tan horrendo para mí.

Ese día, corrí con mi terapeuta, y me dijo que si no comprendía el mensaje, que si no veía que sólo quería acostarse conmigo, y olvidarse de mí. Eso me dolió, pues, si alguien quiere tener solamente relaciones sexuales, no tienes necesidad de fingir que quieres un noviazgo formal. Después de tres horas de desahogo, decidí que no éramos el uno para el otro; poco a poco fueron surgiendo detalles, comentarios, y me enteré de que el hombre que decía que me amaba y había conquistado su corazón, para los demás siempre tuvo tiempo, para invitar, para ser buena onda, comprensivo, tolerante, dar consejos… menos para mí.

Ya me dan náuseas de pensar, y pensar y no comprender para qué lo hizo… qué quería, para qué tanta crueldad; no necesitaba en estos momentos de mi vida, que alguien se burlara así de mi, y que al mismo tiempo me exigiera ser lo mejor, porque era lo que él se merecía. Y lo que yo necesitaba, eso no importaba. Hoy no sé en qué plano ponerme, no sé en dónde estoy, para dónde debo moverme, a qué grupo pertenezco. Ya me cansé de tener un letrero permanente en el que parece que digo, “Búrlense, no siento nada”. Sí siento, sí me lastima, sí me duele.

Sé que quizá todo se solucione con un, suficiente, prefiero mi estabilidad, tranquilidad y paz. No vuelvo a salir con nadie. Sin embargo hoy no puedo, no quiero estar así. No puedo respirar, no puedo vivir así…


Dicen que un haz de luz bajó del cielo, se vio un destello y del número 17, de la calle 9, salieron 8 libélulas dispersándose en la noche, iluminando los caminos hacia el cielo. Una de ellas permaneció con una luz dorada, parecía como si de la tierra al cielo se conectara con una cadena de oro. Al día siguiente, cuentan quienes lo vieron, que miles de libélulas llevaron su cuerpo junto al río. Una libélula de color dorado salió de la cadena de oro y permaneció junto al cuerpo de Debbie, de ella brotaban lágrimas de cristal.

Hoy cuando llegué a la ciudad, fui al panteón, no comprendía la razón por la que Debbie había muerto, y quise charlar con ella, le pregunté ¿por qué, si tenía una vida maravillosa, un futuro prometedor, amigos que la querían, un padre que la amaba, un hijo que la adoraba? Tantas preguntas, que no tuvieron respuesta.

Decidí caminar de regreso a casa y pasé junto al puente del río, un destello me hizo voltear, un tapiz de cristales formaba una alfombra brillante en el suelo. Apareció la libélula dorada, era más grande que mi brazo y brillaba como un diamante, en un susurro me dijo: nadie puede vivir con el alma rota. Soltó una última lágrima y desapareció.

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